A veces, las estructuras de las ciudades, con su carga de cemento, hierro y otros elementos que las configuran, pueden hacerse pesadas, opresivas e incluso desagradables. Pero hay momentos en que caminando por sus calles, plazas, visitando iglesias, bajando escaleras o simplemente yendo de paseo, si me entretengo a mirar el suelo por donde paso, se pueden ver —con la complicidad de luces y sombras, de los colores, del dibujo del enlosado o incluso de algún charco de lluvia— una retahíla de formas, colores y texturas que nos hacen descubrir su belleza escondida ya la vez reconciliarnos con ellas.